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17 de julio de 2008

Bol Ardo

Don Bol Ardo era eso que los humanos denominaban mobiliario urbano. Él, no obstante, nunca se consideró tal. Él era un servidor público, un defensor del espacio para los peatones. Un guardador de aceras frente a los invasores conductores con sus máquinas de humo y ruido.
Fue el primero. Qué tiempos aquellos. Sin masificación. Unos cuantos de sus clones repartidos a una prudencial distancia a lo largo de la acera. Le respetaban, sabían quién era.
Pero las cosas habían cambiado. Ahora estaba ahí, en la calle Conde de Riquena, con una hilera interminable de repeticiones, en una estrecha acera en la que apenas quedaba espacio para el viandante. Don Bol Ardo y sus clones empezaban a ser más bien una molestia para el peatón, pues ante tan poco espacio y tanta proliferación, muchos eran los que iban a dar con su rodilla en alguno de los erectos metálicos.
No era feliz Don Bol Ardo ante esta situación. Él que siempre se consideró un elemento útil, ahora se veía convertido en un estorbo por culpa de la mala administración. "Y de la mala educación", solía añadir. Cuánto más valdría educar al conductor para que no invadiera las aceras, o reducir el número de engendros malolientes de cuatro ruedas.
Y ahí delante tenía, nada más y nada menos, a uno de sus clones, reclinado, humillado desde que uno de esos móviles para humanos le golpeara sin compasión. Ayyy, qué panorama. Cuántas veces deseó Don Bol Ardo que se lo quitaran de la vista, que lo repusieran.
En estos pensamientos andaba Don Bol Ardo cuando una de las máquinas de servicios públicos se paró frente a él. Por fin vienen a cambiarlo, pensó con cierto alivio. Un nuevo clon, robusto, recién salido de mi molde, alguien a quien inculcar mi buen hacer, un discípulo motivado. Pero cuál fue su sorpresa cuando los operarios comenzaron a manosearlo en su base, a desgajarlo del que había sido su lugar en los últimos 5 años.
Lo subieron a la parte trasera del vehículo y arrancaron. Don Bol Ardo temía lo peor. ¿Lo fundirían? ¿Qué demonios significaba aquel despropósito?
Pararon. Volvieron los operarios para bajar a Don Bol Ardo y lo hincaron en el piso, lo atornillaron y se fueron. Don Bol Ardo se sintió cohibido. Qué vergüenza, allí, delante de todos. Pero ya pasó.
Quiso entonces saber dónde lo habían ubicado. Y reconoció los aromas, los sonidos y el ambiente de la calle. Era Ave María, la calle de su primera época. El gozoso barrio, su barrio de Lavapiés.
Pero un detalle vino a enturbiar su alegría. Lo habían plantado en medio de la acera ¡insensatos! Había un vado que proteger. ¡Maldita sea! El colmo del deshonor para un fiel servidor público. Ahora sí era un impresionante estorbo, ahí frente a un garaje al lado de la mítica José Luis y sus Chaquetillas.
Lo tuvo claro. Esta vez no iban a poder con él. No lo iban a utilizar de esa forma. ¡Estúpida e inoperante administración!
Esperó toda la tarde, incluso casi toda la noche. Y entonces la vió llegar, por lo alto de la cuesta. Era muy alta y delgada. Pelirroja y de piel clara. Con un vistoso tatuaje en una de sus piernas que desde el tobillo subía hasta casi el final de la tibia. Don Bol Ardo la encontró perfecta para su propósito. Más aún teniendo en cuenta que la joven andaba como balanceándose, con lo que Don Bol Ardo supuso, por las altas horas de la madrugada y por la dirección de origen, que venía de La Aguja. Y es que Don Bol Ardo, curioso de lo humano como era, siempre estuvo al tanto de los comentarios que hacía la gente acerca de las buenas jarras de cerveza que allí se servían. Y sí, aquella pelirroja desgarbada tenía pinta de haber tomado varias de aquellas suculentas y cremosas jarras. Estupendo. Ahí venía.
Usó entonces Don Bol Ardo toda su experiencia y buen hacer y no se sabe muy bien cómo logró atraer a la joven hacia sí. Y ocurrió. Recibió la susodicha un golpe tremendo a la altura de su rodilla derecha al chocar con Don Bol Ardo. "¡Joder, puto bolardo!", exclamó la joven. Don Bol Ardo no se ofendió, por lo de puto, al fin y al cabo la joven no había hecho sino servirle, aunque fuera involuntariamente. Además, le había denominado correctamente. No como otras veces que la gente le llamaba pivote. Él conocía a Don Piv Ote y nada tenía que ver, aunque respetaba igualmente su función, pero no era lo mismo.
Y así quedó feliz Don Bol Ardo, inclinado hacia abajo gracias al choque con la joven. Había calculado perfectamente la inclinación, la justa para molestar la entrada y salida de las máquinas del garaje. No tendrían más remedio que retirarlo. No quería ya ser mobiliario público. Se había desvirtuado su función. Quería desaparecer. No le importaba qué hicieran con su metal fundido, lo mismo le daba. Ya no sería Don Bol Ardo. Se terminó.
Sólo esperaba que la inoperancia de la administración no tardara mucho en cumplir con su función de llevárselo de allí, básicamente porque había ido a quedar el borde de la moldura de su cabeza justo a unos milímetros de un chicle rosa pegado en el suelo. Y parecía jugoso a tenor de la cantidad de hormigas que pululaban sobre y a su alrededor intentando sacar azúcares mezclados con babas humanas. Curioso mundo el de los insectos, pensó Don Bol Ardo. ¿Dominarían algún día el mundo? ¿Necesitarían, quizá, de sus servicios?

2 comentarios:

Cretin Girl dijo...

Como quiero a Don Bol Ardo!!! Bueno el puto golpe no!

eme (dbokita) dijo...

Y Don Bol Ardo tb te quiere mucho a tí